sábado, 25 de julio de 2015
A CONTINUACIÓN LES PRESENTO UNA PEQUEÑA SELECCIÓN DE CUENTOS INFANTILES........MI SELECCIÓN
- Después de los lobos-LILIANA BODOC
- Patita-JAVIER VILLAFAÑE
- La noche del elefante- GUSTAVO ROLDÁN
- Cuando fallan los espejos-ELSA BORNEMANN
- El esqueleto de la biblioteca-SILVIA SCHUJER
- El señor escondido-LUIS PESCETI
Después de los
lobos-LILIANA BODOC
Andan los lobos en manadas su ferocidad va
delante de ellos y detrás van sus sombras estiradas por el ultimo sol del
atardecer.
Primero la ferocidad, después los lobos, después las sombras. Las manadas recorren los caminos del bosque.
El bosque que los conoce bien, sabe que se acerca una muerte. Porque los lobos tienen hambres, un hambre enorme y antigua tal como si jamás hubieran comido ni ellos ni sus padres ni sus abuelos
Con las orejas alertas, los hocicos entreabiertos y los colmillos en su sitio. La manada va en busca de su presa.
Pero… ( Si no hay pero no hay cuento) a veces las cosas cambian , se sacuden .
Hace tiempo y más tiempo en la gran manada de los lobos del mundo comenzó a suceder algo extraño. Por aquí, por allá, en este bosque y en aquella pradera nacieron algunos lobos que no quisieron, no supieron, no pudieron ser iguales a todos. Entonces lentamente comenzaron a cambiar sus costumbres.
Un día dejaron de mirar la luna y empezaron a mirar con curiosidad las luces de los fuegos que encendían los hombres.
Otro día soñaron que encontraban ovejas que sus hocicos encontraban el rastro de los perdidos, que sus ojos deshacían oscuridad y mientras soñaban movían la cola y bajaban las ovejas.
Con el tiempo los animales que no querían, no sabían o no podían ser iguales al resto de las manadas se fueron rezagando. La inquietud, las burlas y las rabias de sus compañeros se transformaron en distancia y soledad. Entonces en esta pradera y en aquel bosque ellos tomaron otro camino.
Viven hoy muy cerca de los hombre, mas de los hombres que de la luna y tiene los nombres que les pone el amor .
Primero la ferocidad, después los lobos, después las sombras. Las manadas recorren los caminos del bosque.
El bosque que los conoce bien, sabe que se acerca una muerte. Porque los lobos tienen hambres, un hambre enorme y antigua tal como si jamás hubieran comido ni ellos ni sus padres ni sus abuelos
Con las orejas alertas, los hocicos entreabiertos y los colmillos en su sitio. La manada va en busca de su presa.
Pero… ( Si no hay pero no hay cuento) a veces las cosas cambian , se sacuden .
Hace tiempo y más tiempo en la gran manada de los lobos del mundo comenzó a suceder algo extraño. Por aquí, por allá, en este bosque y en aquella pradera nacieron algunos lobos que no quisieron, no supieron, no pudieron ser iguales a todos. Entonces lentamente comenzaron a cambiar sus costumbres.
Un día dejaron de mirar la luna y empezaron a mirar con curiosidad las luces de los fuegos que encendían los hombres.
Otro día soñaron que encontraban ovejas que sus hocicos encontraban el rastro de los perdidos, que sus ojos deshacían oscuridad y mientras soñaban movían la cola y bajaban las ovejas.
Con el tiempo los animales que no querían, no sabían o no podían ser iguales al resto de las manadas se fueron rezagando. La inquietud, las burlas y las rabias de sus compañeros se transformaron en distancia y soledad. Entonces en esta pradera y en aquel bosque ellos tomaron otro camino.
Viven hoy muy cerca de los hombre, mas de los hombres que de la luna y tiene los nombres que les pone el amor .
Patita-JAVIER
VILLAFAÑE
Patita es rengo de nacimiento.
Camina dando saltos, apoyando solamente tres patas.
La otra, más pequeña, queda en el aire bailando.
–¡Vamos, Patita! Hay que apurarse. Es tarde.
Cierto. Es tarde ya. Rila tiene que apurarse. Debe ser el primero en llegar. Es el presidente y el tesorero del club.
Hacen el camino de todas las mañanas. Desde la casa al almacén; del almacén al mercado y desde allí, a la cancha.
La cancha es un terreno baldío sin alambrar. Unas latas y un palo marcan el arco. A un lado, la vía del tren y la casa del guardabarreras.
En la pared, escrito con carbón, está el nombre del club: "El Porvenir", y con letra más gruesa: "Viva el Porvenir".
–¡Vamos, Patita! El partido del domingo será muy serio. Ya
lo sabés.
Tiene razón Rila. El partido del domingo será muy serio. Hay que seleccionar once jugadores y tres suplentes. Hay que limpiar la cancha. No se trata del partido de siempre, entre ellos, donde dos muchachos eligen jugadores después de revolear una moneda.
La otra, más pequeña, queda en el aire bailando.
–¡Vamos, Patita! Hay que apurarse. Es tarde.
Cierto. Es tarde ya. Rila tiene que apurarse. Debe ser el primero en llegar. Es el presidente y el tesorero del club.
Hacen el camino de todas las mañanas. Desde la casa al almacén; del almacén al mercado y desde allí, a la cancha.
La cancha es un terreno baldío sin alambrar. Unas latas y un palo marcan el arco. A un lado, la vía del tren y la casa del guardabarreras.
En la pared, escrito con carbón, está el nombre del club: "El Porvenir", y con letra más gruesa: "Viva el Porvenir".
–¡Vamos, Patita! El partido del domingo será muy serio. Ya
lo sabés.
Tiene razón Rila. El partido del domingo será muy serio. Hay que seleccionar once jugadores y tres suplentes. Hay que limpiar la cancha. No se trata del partido de siempre, entre ellos, donde dos muchachos eligen jugadores después de revolear una moneda.
No. El domingo se jugará un gran partido: barrio contra barrio.
Patita se ha quedado dormido cerca del arco. Sueña. Tiene un sueño horrible: ocho tigres enormes lo rodean. Le muestran los dientes. Se relamen. Hay un río y un puente, y en la otra orilla está pescando Rila. Patita sabe que morirá. Es inútil. Nadie podrá defenderlo. Rila está lejos, en la otra orilla, y es mejor que no venga. Mejor. Se lo comerán los ocho tigres también.
La pelota cae al lado del perro. Rila corre a buscarla y, antes de recogerla, le acaricia el lomo a Patita. Este cree que es uno de los ocho tigres que lo ataca, y se defiende. Se prende de la mano del niño. Muerde. Rila grita. Patita despierta. Ve a su amigo llorando, y huye con la cola entre las patas.
Los chicos comienzan a gritar:
–¡Patita mordió a Rila!
–¡Está rabioso!
–¡Hay que matarlo!
Se arman de piedras y siguen al perro. Patita corre. Cruza la vía. Se pierde detrás de las casas.
Regresan los compañeros y rodean a Rila que está sentado en el césped, lamentándose, con la mano herida envuelta en un pañuelo.
–¡Patita! ¡Pobre Patita!
Uno de ellos arroja las piedras al suelo y dice:
–Igual que el Dick; de repente se volvió rabioso y quiso mordernos a todos, hasta que vino un vigilante y lo mató.
–¡Patita! ¡Pobre Patita! –repite Rila–. Te matará un vigilante.
Patita está fatigado. Corrió toda la mañana y cayó cerca de un arroyo, sin fuerzas para levantarse. Comprende el mal que ha hecho. Es un mal perro. Paga las caricias con un mordisco. No verá más a Rila. No le queda un solo amigo en el mundo. Morirá sin que nadie le acaricie la frente.
Tiene sed. Fiebre. Pero no bajará al arroyo a beber. No. Se quedará así hasta que llegue la muerte. Es lo único que le espera: morir.
Costeando el arroyo viene un perro. Tiene un ojo herido y la cola partida. Se detiene al lado de Patita.
–¿Cómo te llamás? –pregunta.
–Patita. ¿Y vos?
–Yo no tengo nombre. Algunos me dicen "el perro del arroyo".
Y ¿qué hacés aquí? ¿Con quién viniste?
–Vine solo –responde Patita–. Esta mañana mordí a mi dueño.
–¿A quién? –pregunta el perro del arroyo.
–A mi dueño. Pero fue sin querer. Yo soñaba que ocho tigres querían atacarme, ¿comprendés? Y en ese momento, mi dueño, que se llama Rila, pasó a mi lado. Quizá me habrá tocado. No sé. Creyendo que era uno de los tigres, lo mordí.
Cuando desperté lo vi llorando. Yo tenía la boca llena de sangre, y escapé.
–Yo nunca tuve dueño –dice el perro del arroyo–. Debe ser muy triste morderlo. ¿Por qué no te quedás a vivir aquí, entre el agua y los árboles? Se vive bien, y nadie podrá verte. Seremos amigos. Repartiré mi comida entre los dos.
–Gracias –responde Patita–. Yo debo morir porque mordí a
Rila. Soy un mal amigo.
–Ya te olvidarás. Podés cambiarte de nombre. ¿Qué te parece?
Te llamarás Nerón.
–¿Nerón? –pregunta Patita.
–Sí. Nerón.
–No. Dejame con mi nombre.
La cabeza de Patita cae pesadamente sobre la tierra. El perro del arroyo se echa a su lado y le lame la frente.
Pasaron dos días.
Patita no se movió del lugar donde había caído.
Lo acompaña el perro del arroyo. Varias veces mojó la lengua en el agua y le refrescó la frente. Varias veces trató de consolarlo.
Le habló de la vida. Es un perro que sabe mucho porque anduvo por todos los caminos. Conoció al hombre. Sabe qué son el frío y el hambre, y sabe algo más triste, más doloroso: la ausencia del amigo.
–Escuchá, Patita –cuenta–. Hace tiempo tuve un compañero.
Era un perro de la calle como yo. Vivíamos juntos detrás de las quintas. Un día peleamos. Él me mordió, ¿ves?, aquí sobre el ojo y en la oreja. Yo era más fuerte. Hubiera podido destrozarlo, pero me contuve, y le dije: "Fuimos buenos amigos hasta hoy, que peleamos. Cada uno se irá por un camino. Y aquel de los dos que perdone primero, debe esperar al otro cerca del puente, donde hay un sauce y tres durazneros". Nos separamos. La misma noche yo vine aquí a esperarlo. He visto florecer dos veces los durazneros, y Nerón aún no ha vuelto.
–¿Nerón? –pregunta asombrado Patita–. ¿Por eso querías llamarme así?
–Era como un consuelo.
–Llámame Nerón, entonces.
–No. Siempre serás Patita. Y además, tenés que irte pronto porque Rila te espera. Yo sé que te espera.
El perro del arroyo sabe muchas cosas.
Y Patita se va.
Al llegar al puente, se detiene. Piensa. Hace tres días desgarró con sus dientes la mano de su amigo y escapó con la cola entre las patas y la boca llena de sangre.
Desde lo alto del puente ve la casa de los guardabarreras, la cancha, la vía del tren y los caminos tantas veces recorridos. Esperará la noche para bajar. Las calles estarán solas. No encontrará a ningún compañero de Rila. Patita todavía tiene miedo de aquellos que lo corrieron con piedras.
Esa mañana, al partir, le había dicho el perro del arroyo.
–Vuelve. Rila te espera.
Sí; Rila lo está esperando. Se lo dijo el perro del arroyo.
Pronto llegará la noche. Entonces podrá avanzar tranquilo, seguro.
Caminará hasta la casa de Rila sin que nadie lo vea. Se echará a los pies y le besará una mano. La mano herida. Y Rila lo perdonará.
Y otra vez volverán los días alegres, y escuchará de nuevo la voz querida:
–Vamos, Patita. Vamos.
Es como un sueño. Se encontrará con Rila dentro de pocas horas.
Bajo el puente hay un perro. Es viejo, ciego. Descansa tendido sobre las hierbas húmedas. Al escuchar pasos, se yergue. Es Patita que se aproxima, y le dice:
–¿Necesitas ayuda?
–Sí.
–¿Qué querés?
–Que me digas si cerca del puente hay tres durazneros y un sauce.
–No –responde Patita–. Hay sauces. Está lleno de sauces.
Nada más.
Y agrega:
–¿Por allí vivís, cerca de esos durazneros?
–No –dice el perro ciego–. Yo no tengo ningún lugar para vivir.
Quizás nunca lo tuve.
Es viejo el perro ciego. Flaco. Se le ven las costillas. Tiene una herida sobre el lomo y la cola larga.
Otra vez vuelve a decir:
–Yo no tengo ningún lugar para vivir.
De pronto, Patita recuerda lo que le dijo el perro del arroyo: "Y aquel de los dos que perdone primero debe esperar al otro cerca del puente, donde hay un sauce y tres durazneros". Y le pregunta:
–¿Sos Nerón?
–Sí. ¿Y vos?
–Yo soy Patita.
–Patita... Patita... –repite el perro ciego–. Nunca oí tu nombre.
–Yo conocí a tu amigo, el perro del arroyo. Él me contó por qué se separaron, y desde ese día, hace más de dos años, te está esperando donde hay un sauce y tres durazneros.
El perro ciego se levanta:
– ¡Me está esperando! –dice–. ¡Llévame a su lado! ¡Estoy ciego!
¡No llegaré nunca solo! ¡Llévame!
Patita no responde. Mira el puente, la vía del tren, el camino.
–¡Llévame! –suplica el perro ciego.
Patita calla. Piensa en Rila. Esa noche volverá a verlo. Se echará a sus pies y le besará una mano. Y Rila lo perdonará.
– ¡Por favor! ¡Llévame! ¡No llegaré nunca solo!
–Bueno. Te llevaré.
Y lo llevó.
Cuando llegaron, el perro del arroyo dormía.
Patita lo despertó y le dijo:
–En el camino encontré a Nerón. Hace mucho tiempo que te busca. Aquí está.
Se reconocen los dos viejos amigos. Juntan las cabezas en silencio.
Permanecen un largo rato así, quietos, y lloran de felicidad.
–Nerón, ¿estás ciego? –pregunta el perro del arroyo.
–Sí –responde.
–No importa. Verás por mis ojos.
Patita deja a los dos amigos y se va.
Rila está sentado en la puerta de su casa.
Tiene una mano vendada. No pudo ir a jugar a la pelota. Sus compañeros le prometieron hacer un buen partido. Iban decididos a ganar. Pero a Rila ya no le importa el club. Ha perdido a su amigo y está triste.
–¡Patita! ¡Pobre Patita! ¿Qué hará solo por las calles con esa pata tan flaca y tan pequeña? ¿Quién va a recogerlo? Nadie.
Nadie quiere un perro rengo.
Rila baja la cabeza. Le duele la mano herida, y la apoya sobre una pierna.
–Tiene que volver –dice–. Nadie lo quiere como yo. Sí. Volverá esta misma tarde.
Patita ha doblado la esquina. Viene arrastrándose. Rila no lo ha visto llegar. El perro se echa a sus pies con miedo. Rila siente que le acarician la mano herida. Reconoce a Patita y le tiende los brazos.
–¡Patita! ¡Patita! ¡Tenías que volver!
Suena en sus oídos la voz amiga. Y llora de felicidad, como lloraron Nerón y el perro del arroyo.
–¡Patita! ¡Patita! ¡Tenías que volver!
Rila abraza al perro. Patita deja caer la cabeza sobre un hombro del niño.
Fin ✿◕‿◕✿
La noche del
elefante-GUSTAVO ROLDÁN
El circo llegó al pueblo, y con el circo llegó el
elefante.
- ¡Estoy podrido!-fue lo único que se le oyó decir cuando bajó del tren.
El elefante había viajado con el circo por París, Londres, Moscú, Buenos Aires, siempre por las más grandes ciudades del mundo, y ahora, cruzando el Chaco, había llegado a Saenz Peña, que seguramente también era una de las grandes ciudades del mundo.
Ahí fue cuando dijo:
- ¡Estoy podrido!
Y no habló más. Los otros animales lo miraron sorprendidos, porque no estaban acostumbrados a que anduviera protestando. Al contrario, tenía fama casi de demasiado manso.
La rutina siguió. Levantaron la carpa, acomodaron las jaulas de las fieras, y prepararon un desfile por las calles para que a todo el pueblo le diera ganas de ir a ver las maravillas del circo más hermoso.
Todo marchaba sobre ruedas. O por lo menos parecía. Nadie se había dado cuenta de que el elefante andaba más trompudo que de costumbre. Nadie sabía que mientras el tren iba recorriendo los caminos del Chaco el elefante se había puesto a oler.
Fue un olor que le llegó de golpe, mientras descansaba tranquilamente en su jaula junto con abundante pasto y agua limpia, y fue como si la tierra se hubiera dado vuelta.
Sintió apenas una especie de cosquilla que le hormigueaba desde la trompa hasta la punta de la cola, y de pronto supo de qué se trataba.
- ¡Estoy podrido!-fue lo único que se le oyó decir cuando bajó del tren.
El elefante había viajado con el circo por París, Londres, Moscú, Buenos Aires, siempre por las más grandes ciudades del mundo, y ahora, cruzando el Chaco, había llegado a Saenz Peña, que seguramente también era una de las grandes ciudades del mundo.
Ahí fue cuando dijo:
- ¡Estoy podrido!
Y no habló más. Los otros animales lo miraron sorprendidos, porque no estaban acostumbrados a que anduviera protestando. Al contrario, tenía fama casi de demasiado manso.
La rutina siguió. Levantaron la carpa, acomodaron las jaulas de las fieras, y prepararon un desfile por las calles para que a todo el pueblo le diera ganas de ir a ver las maravillas del circo más hermoso.
Todo marchaba sobre ruedas. O por lo menos parecía. Nadie se había dado cuenta de que el elefante andaba más trompudo que de costumbre. Nadie sabía que mientras el tren iba recorriendo los caminos del Chaco el elefante se había puesto a oler.
Fue un olor que le llegó de golpe, mientras descansaba tranquilamente en su jaula junto con abundante pasto y agua limpia, y fue como si la tierra se hubiera dado vuelta.
Sintió apenas una especie de cosquilla que le hormigueaba desde la trompa hasta la punta de la cola, y de pronto supo de qué se trataba.
Y entonces se acordó de los grandes espacios por donde correteaba con la manada, se acordó del calor y de las noches inmensas cuando toda la tierra era de los elefantes. Se acordó de las grandes caminatas para buscar agua y comida y de las peleas con el tigre.
Era el olor de los árboles, era el olor de un río, era el olor de la selva.
Miró por entre los barrotes de su jaula y vio miles de pájaros que volaban y se posaban en los árboles, y miró los árboles. No eran los mismos que conociera, pero eran árboles. Tampoco los pájaros eran los mismos, pero eran pájaros.
De un lugar así lo habían sacado los cazadores hacía muchos años, tantos, que ya ni sabía que se acordaba. Pero ahora de golpe, se le vino encima toda la memoria.
Y se acordó del miedo.
Era un elefante joven, con colmillos que comenzaban a crecer con fuerza, cuando conoció el miedo. Fue cuando llegaron los cazadores. Hasta entonces creía ser un animal más fuerte, un animal que podía matar al león con su trompa poderosa y sus colmillos. Un animal que ya había enfrentado al tigre de suaves manchas y lo había visto huir.
-¡Qué pequeños son!-pensó cuando vio a los cazadores.
Pero no sabía que tenían dardos con venenos para hacer dormir a un elefante, y que tenían jaulas de hierro capaces de aguantar toda la fuerza y el peso de su cuerpo.
Después pasó a otras manos que lo cuidaron mucho mejor. Nunca le faltó agua ni comida, pero siempre con una gruesa cadena atada a la pata. Le enseñaron pruebas y lo premiaron cada vez que aprendía a repetirlas. Y cada vez que aprendía también iba aprendiendo que ahora debía vivir con los hombres.
Entonces lo llevaron al circo con otros animales y con otros elefantes. Durante muchos años siguió aprendiendo y olvidando, hasta que un día casi estuvo convencido de haber nacido en el circo y de que ése era el mundo de los elefantes.
Ya no tenía la gruesa cadena atada a la pata. Pero había otra cadena, invisible, que lo dejaba atado al lado de los hombres. Y tal vez era más difícil de romper que una cadena de hierro.
Recorrió grandes ciudades, y ahora, al sentir el olor de los árboles, del bosque, al ver volar tantos pájaros, fue como un golpe, casi como el pequeño golpe que sintiera cuando un dardo se le clavó una tarde lejana porque no huyó de los cazadores. No estaba dispuesto a escapar de esos seres tan débiles.
Fue así, como un pequeño golpe. Y se le vino encima toda la memoria.
Esa noche, cansados, todos en el circo se durmieron temprano. Pero el elefante no. Despertó a la elefanta y le contó sus planes.
Ella dijo primero que no, que estaba loco, que qué iban a hacer en un mundo desconocido, que aquí nunca les faltaba comida, que todas las noches los aplaudían a rabiar, que quién sabe lo que les esperaba afuera de la carpa.
-Claro que quiero irme y ya mismo-dijo finalmente la elefanta.
-¿Qué vamos a hacer?-dudó ahora el elefante.
-No sé. Pero si allá afuera hay árboles y hay un río y hay una selva, ése es nuestro lugar.
-¡Aquí estamos seguros!
-Pero no tenemos aire libre.
-¿Entonces querés irte?
-Elefante, ¿qué estás pensando? Este es el mejor momento para salir de aquí. Después veremos -dijo convencida la elefanta.
Y se fueron...
Caminaron sin hacer ruido, y se alejaron lentamente del circo. Siguieron por las calles dormidas de la ciudad y sin mirar atrás llegaron a los primeros árboles. Arrancaron con la trompa un manojo de hojas frescas y sintieron que eso se parecía a la felicidad.
-Ahora podemos descansar un rato-dijo la elefanta.
-No, todavía no -dijo el elefante-. Mañana van a salir a buscarnos.
-¿Nos encontrarán?
-Si nos alejamos mucho, no. tenemos que meternos en el monte, lejos de los caminos. Nos van a buscar por los caminos.
Y se internaron en el monte, y caminaron sin descansar, abriéndose paso entre la maleza. Días y noches caminaron, encontrando cada vez más árboles y árboles cada vez más grandes.
Y encontraron espacios abiertos para correr y largas noches bajo las estrellas. Descubrieron el canto de los pájaros y el sonido del viento.
Vieron volar las bandadas de garzas blancas y se quedaron quietos escuchando el griterío de las cotorras. Probaron distintos pastos y las hojas de distintos árboles, y fueron descubriendo sabores dulces y amargos y fueron eligiendo porque tenían para elegir.
En la laguna vieron rastros de toda clase de animales y jugaron echándose agua con la trompa. Y sintieron el calor del sol y la frescura de la sombra. Caminaron.
Y cada noche sentían que estaban un poco más cerca.
Y vino un olor a tierra mojada y los elefantes se quedaron inmóviles, recordando. Sabían que ahora vendría una de las cosas más hermosas. Llegaría la lluvia. Esperaron la lluvia. Esperaron la lluvia con las trompas levantadas, lanzando el enorme grito de los elefantes. El agua comenzó a caer y sentían que los lavaba y refrescaba, que les sacaba el recuerdo de las jaulas y de las cadenas y gritaron de nuevo. Hasta cansarse de gritar.
Hasta que se acabó la lluvia.
Eran nuevos elefantes.
Cada vez que escuchaban algún ruido se quedaban quietos. Sentían demasiado el olor de los hombres todavía. Tenían que llegar más lejos.
¿Dónde quedaba ese lugar más lejos?
Siguieron caminando...
Nadie sabe si fue el instinto y la inteligencia de los elefantes, o si fue simplemente el azar. Pero lo cierto es que se encaminaron hacia un lugar de monte impenetrable lejos de las ciudades y del hombre.
Y ahí se quedaron, en el monte chaqueño.
Nadie volvió a verlos nunca.
Nunca intentaron volver.
FIN ✿◕‿◕✿
Cuando fallan los
espejos-ELSA BORNEMANN
Tío Gustavo me tiró de las trenzas y luego me
hizo girar a su alrededor sosteniéndome de un brazo y de una pierna. Ese es el
modo de demostrarme su cariño cuando pasamos varios días sin vernos. Como
aquella tarde en que volví de mis vacaciones, por ejemplo.
-¡Nena! ¡Por fin de regreso! –me dijo contento-. Tengo un gran problema con mis dos espejos…Espero que me ayudes a solucionarlo…
Sin darme tiempo para deshacer mi equipaje, me condujo hasta su habitación.
-¿Qué le pasa a tus espejos, Tío?
-¡Nena! ¡Por fin de regreso! –me dijo contento-. Tengo un gran problema con mis dos espejos…Espero que me ayudes a solucionarlo…
Sin darme tiempo para deshacer mi equipaje, me condujo hasta su habitación.
-¿Qué le pasa a tus espejos, Tío?
-Están descompuestos…-aseguró preocupado-. Uno atrasa y el otro adelanta.
-¿Cómo los relojes?
-Justamente. Aunque ningún relojero ha podido repararlos…Ya verás…
Mirémonos en ese…-y conmigo de su mano, mi tío caminó hasta que enfrentamos uno de los dos grandes espejos ubicados sobre las paredes de su cuarto.
-¡Este…es el que atrasa! –grité maravillada al descubrir la imagen de una bebita con chupete aferrada a la mano de un muchacho de pelo claro y abundante. ¡Mi tío Gustavo y yo reflejados tal cual éramos varios años antes!
-¿Y ese árbol florecido? –pregunté aún más sorprendida, señalando un macizo roble que se reflejaba a nuestras espaldas.
Mientras abría las ventanas para que las ramas pudieran estirarse cómodamente hacia la calle, mi tío me explicó:
-La mesa y las sillas, nena. Antes de ser muebles fueron ese árbol que ahora vemos en el espejo.
-… ¡Que atrasa! –alcancé a agregar antes de que dos ovejitas triscaran mimosas en torno a mí.
-¡Ah, no! ¿Y estas ovejas? –gimió mi tío.
Rápidamente ubiqué el lugar del que habían salido:
-¡La alfombra de lana! ¡La alfombra! –y durante un rato jugué con ellas.
De pronto, una gallina negra aterrizó sobre mi cabeza, cacareando inquieta.
-¡El plumero! –Exclamó mi tío desesperado-. ¡Voy a guardarlo! ¡Y la alfombra también! ¡Y la mesa! ¡Y las sillas! ¡Mi habitación se está convirtiendo en una granja! ¿Te das cuenta cuántas complicaciones me trae este espejo que atrasa?
Muy alterado, intentaba colocar la mesa dentro del ropero cuando yo tomé una sábana y cubrí el espejo cuidadosamente. En ese instante, mi tío respiró aliviado.
-No sé qué haría sin esta sobrina tan inteligente… -y llevándome a babuchas, abandonó su habitación hasta el día siguiente.
¡No podía soportar esa tarde la emoción de reflejarse también en el otro espejo descompuesto! Pero yo sí. Por eso, no bien se dispuso a dormir su siesta en la reposera del jardín, volví de puntillas a su habitación. ¡Tenía tanta curiosidad por mirarme en el espejo que adelantaba!
Y bien. Me miré. ¡Qué susto! ¡Yo era una viejecita, de pie en medio de una plaza! ¡Vaya si adelantaba ese espejo!
Salí corriendo del cuarto y –casi sin aliento- me arrojé en los brazos de mi tío. Se despertó sobresaltado.
-¡Tío! ¡Tío! ¡Debes mudarte! ¡En…en el sitio que ocupa esta casa van…van a construir una plaza! ¡Y yo…yo soy muy viejita...y llevo rodete…y…!
-Eres apenas una niña así de alta… -dijo él, rozando el aire con su mano izquierda-. Y una niña desobediente además, que fue a mirarse en el espejo que adelanta aprovechando mi sueño…salgamos a dar una vuelta…
Al día siguiente, cuando entré a su habitación, ansiosa por reflejarme nuevamente en sus averiados espejos, los encontré totalmente compuestos. ¡En cada uno de ellos podía verme tal cual soy!
-Ese ya no atrasa… y aquel no adelanta más –comentó mi tío-. Anoche descubrí la causa de las fallas y los arreglé yo mismo.
-¿Cómo? ¿Cómo?
-Al que atrasaba le di cuerda.
-¿Y al que adelantaba cómo lo reparaste?
-Ah…Es un secreto, nena –y guiñándome un ojo, se dirigió conmigo hacia el comedor para tomar el desayuno.
FIN
El esqueleto de la
biblioteca-SILVIA SCHUJER
Ahí estaba yo. Entre un montón de mapas
enrollados como tubos y el armario con puertas de vidrio. Me pararon en ese
lugar cuando estrenaron la biblioteca y ahí quedé hasta que pasaron las cosas.
La biblioteca se inauguró una mañana. Hubo gran revuelo en la escuela ese día. En principio, suspendieron las clases. Los únicos invitados a presenciar el acto fueron los maestros, los directores, los vices, los inspectores y, por supuesto, el intendente. Las autoridades se ubicaron ante la puerta.
Cortaron una cinta, descubrieron una placa, aplaudieron y entraron (días más tarde la secretaria recordaría que olvidaron entonar el Himno).
Brillaba todo. El piso recién encerado, los vidrios de las ventanas, los libros forrados con papel araña azul, los frasquitos con formol conteniendo —por orden de aparición— un cerebro, una nariz, una dentadura perfecta, un par de ojos, una mano, una víbora y otros bichos muy bien conservados; el grupo de mapas, los retratos de próceres recolectados de todas las aulas para decorar un poco el ambiente y, por supuesto, yo: el esqueleto que estaba parado como un centinela.
Las personas allí reunidas recorrieron el salón con la mirada en pocos segundos y, en menos aún, descorcharon unas botellas de champán para acompañar —luego del brindis— las masas y sandwichitos de miga ubicados en cuatro escritorios con manteles blancos y almidonados para la ocasión. Concluido el acto, la gente se fue retirando, y a los pocos minutos una señora sacó los restos de comida, los vasos, los manteles y hasta los escritorios. Pasó un escobillón, bajó las persianas y así, en penumbras, abandonó el recinto inaugurado y nos encerró con llave.
Al día siguiente, la biblioteca se abrió apenas los chicos terminaron de cantar Aurora para izar la bandera.
De a un grado por vez, arrancando con los de séptimo, los alumnos empezaron a llegar con sus maestras a conocer el lugar. A casi todos se les ocurría lo mismo: pararse frente a la puerta, observar la placa, formar tomando distancia para no amontonarse al atravesar la puerta y entrar en silencio.
Hacían un recorrido que empezaba por los libros: los de texto por allí, las enciclopedias por acá, los de entretenimiento por el otro rincón, etcétera. (Había que aprender a distinguir unos libros de otros por el tamaño, ya que todos estaban forrados del mismo color.)
Continuaban por los mapas: los alumnos debían estar encantados de asistir a una escuela con semejante cantidad de material para conocer mejor la geografía del mundo. Acto seguido, un rápida mirada a los frascos con formol: el cerebro, la dentadura, (algunas maestras, algo impresionadas, desviaban la vista antes de llegar a la víbora mientras los chicos se baboseaban deslumbrados). Por último me mostraban a mi aclarando que el cuerpo humano está formado por 206 huesos y que eso (o sea yo) era una réplica perfecta.
La única persona que encaró las cosas de otra manera fue la señorita Ofelia.
La biblioteca se inauguró una mañana. Hubo gran revuelo en la escuela ese día. En principio, suspendieron las clases. Los únicos invitados a presenciar el acto fueron los maestros, los directores, los vices, los inspectores y, por supuesto, el intendente. Las autoridades se ubicaron ante la puerta.
Cortaron una cinta, descubrieron una placa, aplaudieron y entraron (días más tarde la secretaria recordaría que olvidaron entonar el Himno).
Brillaba todo. El piso recién encerado, los vidrios de las ventanas, los libros forrados con papel araña azul, los frasquitos con formol conteniendo —por orden de aparición— un cerebro, una nariz, una dentadura perfecta, un par de ojos, una mano, una víbora y otros bichos muy bien conservados; el grupo de mapas, los retratos de próceres recolectados de todas las aulas para decorar un poco el ambiente y, por supuesto, yo: el esqueleto que estaba parado como un centinela.
Las personas allí reunidas recorrieron el salón con la mirada en pocos segundos y, en menos aún, descorcharon unas botellas de champán para acompañar —luego del brindis— las masas y sandwichitos de miga ubicados en cuatro escritorios con manteles blancos y almidonados para la ocasión. Concluido el acto, la gente se fue retirando, y a los pocos minutos una señora sacó los restos de comida, los vasos, los manteles y hasta los escritorios. Pasó un escobillón, bajó las persianas y así, en penumbras, abandonó el recinto inaugurado y nos encerró con llave.
Al día siguiente, la biblioteca se abrió apenas los chicos terminaron de cantar Aurora para izar la bandera.
De a un grado por vez, arrancando con los de séptimo, los alumnos empezaron a llegar con sus maestras a conocer el lugar. A casi todos se les ocurría lo mismo: pararse frente a la puerta, observar la placa, formar tomando distancia para no amontonarse al atravesar la puerta y entrar en silencio.
Hacían un recorrido que empezaba por los libros: los de texto por allí, las enciclopedias por acá, los de entretenimiento por el otro rincón, etcétera. (Había que aprender a distinguir unos libros de otros por el tamaño, ya que todos estaban forrados del mismo color.)
Continuaban por los mapas: los alumnos debían estar encantados de asistir a una escuela con semejante cantidad de material para conocer mejor la geografía del mundo. Acto seguido, un rápida mirada a los frascos con formol: el cerebro, la dentadura, (algunas maestras, algo impresionadas, desviaban la vista antes de llegar a la víbora mientras los chicos se baboseaban deslumbrados). Por último me mostraban a mi aclarando que el cuerpo humano está formado por 206 huesos y que eso (o sea yo) era una réplica perfecta.
La única persona que encaró las cosas de otra manera fue la señorita Ofelia.
Primero, porque no hizo formar a los chicos para entrar.
Segundo, porque se sentó en el suelo con ellos.
Tercero, porque les empezó a leer los cuentos de un libro que encontró.
Y cuarto, porque no me presentó como el esqueleto.”Saluden al flaco”, dijo, y me señaló como al pasar.
Leyó un cuento gracioso y los chicos se rieron hasta contagiarme. Supongo que los huesos se me movieron y en el tumulto no se notó.
Después del gracioso, contó un cuento de amor.
Triste, para mi gusto.
El tercero fue una historia de flamencos de la selva. Dejó para el final el de terror.
A partir de este último cuento, el clima en la biblioteca pareció cambiar. Los ojos de todos empezaron a abrirse y los corazones a inquietarse. Los latidos de unos cuantos retumbaron en el silencio acrecentando el misterio y la desazón.
Por mi parte, la tenebrosa historia que la señorita Ofelia contaba empezó a aterrorizarme y a ponerme los huesos de punta desde el empeine hasta el occipital. El pánico me fue ganando de tal modo que cuando me quise acordar estaba temblando como un cobarde.
Los desencantos de un vampiro a punto de atacar a una muchacha hermosa pusieron mis nervios a la miseria y los 206 huesos de mi estructura empezaron golpearse unos contra otros haciendo el mismo ruido que las cortinas de caña cuando se mueven.
Así se encadenaron los sucesos desde entonces.
El que más miedo tenía de los chicos fue el primero en descubrirme y al principio sólo atinó a patalear para que lo escucharan.
“El esqueleto se mueve”, trataba de decir y las palabras se le quedaban pegadas en la boca. “El esqueleto se mueve”, insistía mientras los demás intentaban descifrar sus extraños sonidos. Hasta que al fin le entendieron, me vieron y todo fue mucho peor.
Los gritos atravesaron las paredes del colegio. Los chicos atravesaron en masa la puerta de salida de la biblioteca y la señorita Ofelia, desconcertada, cayó desmayada a mis pies. La ambulancia llegó a los quince minutos del hecho.
La directora bajó la persiana y la biblioteca se cerró hasta nuevo aviso.
El nuevo aviso fue a los pocos días. Cuando los ánimos se tranquilizaron y todo pareció volver a la normalidad.
De más está decir que nadie creyó la historia que la señorita Ofelia y los chicos contaron con respecto a mí. No obstante, y seguramente por las dudas, a partir de ese entonces la biblioteca sólo fue visitada por alumnos que eran enviados a buscar mapas, maestros de ciencias que llevaban frascos con formol para sus clases y revoltosos que en vez de ser despachados a la dirección por portarse mal, cumplían su condena entre los libros, los mapas y yo.
Fue precisamente uno de los revoltosos, Jaime, el que cambió mi vida.
Aburrido de tener que pasar tantas y tan largas horas castigado en la biblioteca, una mañana se puso a leer. Abrió el primer libro que encontró (total todos estaban forrados de azul como si fueran el mismo), y en voz alta leyó lo que sigue:
LOS HACEDORES DE LEONES
En cierto lugar vivían cuatro hermanos que se querían mucho. Tres de ellos habían estudiado todas las ciencias. Pero no habían aprendido cómo ser prudentes y humildes.
El cuarto no había estudiado más que lo necesario, pero era un joven sencillo y muy ingenioso.
Una vez, decidieron salir juntos de viaje y a poco de iniciar el camino por el bosque se encontraron con el esqueleto desarmado de un león.
Dejo el primero:
—Vamos a probar nuestra ciencia: aquí hay un animal muerto. Podemos devolverle la vida con nuestro saber. Yo sé ordenar y juntar los huesos.
Dejo el segundo:
—Yo sé poner la piel, la carne y la sangre. Dejo el tercero:
—Yo sé darle la vida.
Y tras hablar así, el primero juntó los huesos y el segundo les puso la piel, la carne y la sangre. Y cuando el tercero estaba a punto de darles vida se lo impidió el cuarto hermano diciendo:
—Es un león. Si le das vida nos matará a todos. Pero el otro contestó:
— ¡Tonto! No permitiré que la ciencia sea algo inútil en mis manos.
—Pues espera un momento hasta que yo haya subido a árbol —dijo el cuarto.
Así lo hizo. El león recobró la vida, dio un salto y mató los tres sabios hermanos.
El prudente y astuto bajó del árbol cuando el león ya se 1 había alejado. Lloró por la muerte de sus seres - pero volvió vivo a su casa.
En cierto lugar vivían cuatro hermanos que se querían mucho. Tres de ellos habían estudiado todas las ciencias. Pero no habían aprendido cómo ser prudentes y humildes.
El cuarto no había estudiado más que lo necesario, pero era un joven sencillo y muy ingenioso.
Una vez, decidieron salir juntos de viaje y a poco de iniciar el camino por el bosque se encontraron con el esqueleto desarmado de un león.
Dejo el primero:
—Vamos a probar nuestra ciencia: aquí hay un animal muerto. Podemos devolverle la vida con nuestro saber. Yo sé ordenar y juntar los huesos.
Dejo el segundo:
—Yo sé poner la piel, la carne y la sangre. Dejo el tercero:
—Yo sé darle la vida.
Y tras hablar así, el primero juntó los huesos y el segundo les puso la piel, la carne y la sangre. Y cuando el tercero estaba a punto de darles vida se lo impidió el cuarto hermano diciendo:
—Es un león. Si le das vida nos matará a todos. Pero el otro contestó:
— ¡Tonto! No permitiré que la ciencia sea algo inútil en mis manos.
—Pues espera un momento hasta que yo haya subido a árbol —dijo el cuarto.
Así lo hizo. El león recobró la vida, dio un salto y mató los tres sabios hermanos.
El prudente y astuto bajó del árbol cuando el león ya se 1 había alejado. Lloró por la muerte de sus seres - pero volvió vivo a su casa.
Cuando Jaime terminó de leer el cuento, me miró, se rió de costado y yo supe que algo me iba a pasar. Lo presentí a la altura de las costillas, en la zona donde hubiera tenido que estar mi corazón. Me cuidé de no temblar para no arruinar las cosas.
Sin embargo sonó el timbre y esta vez el chico no hizo nada más importante que desaparecer.
Los días empezaron a pasar sin novedades desde entonces. Hasta que una mañana de viernes, ayer mismo, la puerta de la biblioteca se abrió sigilosamente y entró Jaime con una bolsita en la mano. Dio instrucciones a unos cuantos para que vigilaran desde afuera y cerró.
Primero sacó los ojos del frasco de formol y me los colocó con goma de pegar en las cavidades correspondientes. Después me metió la dentadura como pudo. La nariz. Me puso una peluca que venía pegada a un gorro y por último me vistió.
De la bolsa también sacó una camisa celeste, una corbata, un pantalón largo grande. Por fin me puso un delantal como el de él, zapatillas tipo botines y una bufanda para disimular el cuello.
—Bueno, flaco —me dijo cuando sonó el timbre de salida—. A formar.
Entre él y otros me ayudaron a llegar hasta el patio donde estaban las filas las filas. Me sentí el esqueleto más feliz del mundo a pesar de las risas de mis compañeros. Todos me querían tocar.
Me agarraban la mano huesuda para saludarme y hacían un barullo espantoso.
Cuando se fueron me quedé solo en el patio. No tenía adónde ir.
Entonces traté de recordar cómo articular los movimientos y poco a poco me fui acercando a la biblioteca otra vez. Ahí estaba mi lugar.
Llegué cansado con el ánimo y las ideas renovadas.
Así es como me siento ahora mientras trabajo sin pausa. Tengo sólo este fin de semana para mejorar las cosas.
Ayer, con la ayuda de la portera que es medio chicata, nos trajimos unas sillas. Hoy ya cosí unos almohadones. Descolgué los retratos de los próceres y los cambié por unos afiches con personajes de cuento que encontré en unas revistas. Lo que sigue es sacar el papel araña que forra los libros, y dejar al aire las tapas que están llenas de dibujos y dicen cosas que pueden interesar.
El domingo, cuando termine, me voy a pegar un baño. Quiero estar limpio y fresquito para cuando llegue el lunes. Me propongo contarle el secreto a la señorita Ofelia. Con su ayuda y un poco de suerte, capaz que me nombran bibliotecario. Y todo.
FIN
EL SEÑOR ESCONDIDO-LUIS
PESCETI
Había un señor que vivía metido en una bolsa
que estaba dentro de una caja
que habían puesto debajo de una mesa.
Eso estaba en una habitación
que tenía la puerta cerrada con llaves
y candados.
Era la habitación más escondida de una casa grande,
estaba en el patio y jamás se hubiera esperado encontrar
un cuarto ahí
porque habían dejado crecer muchas plantas encima.
El jardín estaba rodeado por muros tan altos
que nadie pensaba en saltarlos sino, tan sólo,
en lo altos que eran.
De manera que la única forma de llegar al jardín
era entrar por la casa.
Cuando uno cruzaba esa puerta, encontraba
tantos pasillos y habitaciones
que cualquiera se hubiera perdido un buen rato
antes de llegar al jardín.
Metido en esa bolsa
que estaba dentro de la caja
había un señor muerto de miedo.
Era un señor que había viajado mucho
por todo el mundo,
tan ancho y largo como es,
viviendo grandes aventuras,
y en todas había sido valiente.
Sin embargo un día regresó, quién sabe de dónde,
y pidió una bolsa
y una caja, cerraduras, candados y ordenó
que construyeran la habitación del patio
y que dejaran crecer plantas sobre ella.
Pidió que una señora le llevara comida
para no tener que salir nunca.
Y allí se escondió para siempre…
o para casi siempre.
que estaba dentro de una caja
que habían puesto debajo de una mesa.
Eso estaba en una habitación
que tenía la puerta cerrada con llaves
y candados.
Era la habitación más escondida de una casa grande,
estaba en el patio y jamás se hubiera esperado encontrar
un cuarto ahí
porque habían dejado crecer muchas plantas encima.
El jardín estaba rodeado por muros tan altos
que nadie pensaba en saltarlos sino, tan sólo,
en lo altos que eran.
De manera que la única forma de llegar al jardín
era entrar por la casa.
Cuando uno cruzaba esa puerta, encontraba
tantos pasillos y habitaciones
que cualquiera se hubiera perdido un buen rato
antes de llegar al jardín.
Metido en esa bolsa
que estaba dentro de la caja
había un señor muerto de miedo.
Era un señor que había viajado mucho
por todo el mundo,
tan ancho y largo como es,
viviendo grandes aventuras,
y en todas había sido valiente.
Sin embargo un día regresó, quién sabe de dónde,
y pidió una bolsa
y una caja, cerraduras, candados y ordenó
que construyeran la habitación del patio
y que dejaran crecer plantas sobre ella.
Pidió que una señora le llevara comida
para no tener que salir nunca.
Y allí se escondió para siempre…
o para casi siempre.
Aun cuando yo el que escribe este cuento, no
se me ocurre qué fue lo que pasó, por qué volvió tan
asustado. No lo sé y temo que tardaría demasiado en
descubrirlo. En cambio, hay varias posibilidades sobre
cómo salió:
se me ocurre qué fue lo que pasó, por qué volvió tan
asustado. No lo sé y temo que tardaría demasiado en
descubrirlo. En cambio, hay varias posibilidades sobre
cómo salió:
1) A pesar de estar tan escondido oía los ruidos
de la lluvia, el canto de los pájaros y el ladrido de su
perro y se preguntó: ¿quién les dará agua?, ¿quién les
dará de comer y quién cuidará las plantas? Volver a ver
todo eso fue más fuerte y salió.
de la lluvia, el canto de los pájaros y el ladrido de su
perro y se preguntó: ¿quién les dará agua?, ¿quién les
dará de comer y quién cuidará las plantas? Volver a ver
todo eso fue más fuerte y salió.
2) Pensé que la casa se podía incendiar
obligándolo
a salir corriendo para salvarse. Pero eso no me
gustó porque lo haría vivir con más miedo, y porque
era una hermosa casa.
a salir corriendo para salvarse. Pero eso no me
gustó porque lo haría vivir con más miedo, y porque
era una hermosa casa.
3) Alguien, que conocía sus aventuras, conseguía
entrar a pedirle ayuda, no una gran ayuda, porque
nunca se hubiera atrevido, una pequeña ayuda
que él podía dar.
entrar a pedirle ayuda, no una gran ayuda, porque
nunca se hubiera atrevido, una pequeña ayuda
que él podía dar.
4) Un escritor se entera de su historia y quiere
escribir un libro. Él siente vergüenza de atenderlo metido
en su bolsa y lo recibe todas las tardes, tomando
un té en la sala. Así se acostumbra de nuevo a estar
afuera.
escribir un libro. Él siente vergüenza de atenderlo metido
en su bolsa y lo recibe todas las tardes, tomando
un té en la sala. Así se acostumbra de nuevo a estar
afuera.
5) La mujer que le lleva la comida no es una
señora
grande o vieja. Es una mujer joven y buena. A él
le llama la atención que su voz sea tan suave y que
jamás le haya pedido que salga de la bolsa, que jamás
lo haya querido convencer. Nunca sintió ni un reproche
ni una burla en la voz de esa mujer. Un día quiere verle
la cara y asoma su cabeza; ella era tan tímida como
él y pasa mucho tiempo hasta que se hablan más allá
de los saludos. Pasa otro tiempo hasta que se hacen
grandes amigos y él empieza a sentirse un poco incómodo
de recibirla metido en una bolsa. Y pasa más
tiempo y pasan otras cosas.
grande o vieja. Es una mujer joven y buena. A él
le llama la atención que su voz sea tan suave y que
jamás le haya pedido que salga de la bolsa, que jamás
lo haya querido convencer. Nunca sintió ni un reproche
ni una burla en la voz de esa mujer. Un día quiere verle
la cara y asoma su cabeza; ella era tan tímida como
él y pasa mucho tiempo hasta que se hablan más allá
de los saludos. Pasa otro tiempo hasta que se hacen
grandes amigos y él empieza a sentirse un poco incómodo
de recibirla metido en una bolsa. Y pasa más
tiempo y pasan otras cosas.
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